Aquel día el Buen Maestro
proyectaba decidido
una gran misión, muy amplia
por los poblados perdidos.
Iba, pues, con sus discípulos
y gente que le seguía,
por comarca montañosa
retirada en lejanía
a llevar la gran noticia
de la nueva profecía.
La luz de Dios irrumpía
en la mañana naciente,
y aunque fueran solitarios
los parajes elocuentes,
la paz que Jesús llevaba,
se palpaba en el ambiente.
Mas a lo lejos se escuchan
como inciertos alaridos,
unos esquilones rotos
impresionantes gemidos.
Salían de las cavernas,
porque tenían vedados
los senderos y caminos
por los hombres transitados.
Y de repente surgió
una escuálida figura
entre harapos y miseria,
imagen de desventura.
Y se plantó en el camino
por donde Jesús pasaba,
con el fin de que le viera
mientras él le suplicaba.
Con voz triste, entrecortada
se dirigió hacia el Señor
y le dijo con confianza
y a la vez con gran fervor:
-¡Señor! Señor! Si tú quieres,
puedes limpiarme enseguida;
yo sé que vienes de Dios
y haces el bien sin medida.
La gente, presa de espanto
se retiraba asustada.
-¡Un leproso! ¡Maldición!
¡en medio de la calzada!
Pero Jesús les sosiega
y les calma: ¡No temáis!
¡No sufriréis ningún daño!
Basta con que ahora creáis.
Y dirigiéndose al hombre
tan lleno de desventura,
-¡Quiero, hijo! ¡Queda limpio!
Le dijo con gran dulzura.
Y de pronto aquella carne
leprosa, lacia y sangrante
se volvió limpia y rosada,
tersa en aquel mismo instante.
Postrado en tierra aquel hombre,
su alma llora conmovida
a los pies del bienhechor
que le ha devuelto la vida.
- Vete y cumple con la ley.
Vuelve a tu casa contento,
y cree en quien te ha curado
con paz y agradecimiento.
Jesús siguió su camino
en medio de la adhesión
del gentío que le sigue
con gozo y admiración.
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